martes, 30 de septiembre de 2014

JALEA DE DUENDES

La pequeña pajarita despertó temprano aquella mañana. La tormenta de la noche anterior le hizo perder el rumbo, y emprendía el regreso a su hogar después de muchos inconvenientes. Al llegar al árbol donde tenía su nido, sintió algo extraño a su alrededor. Intentó un primer gorjeo para despertar a sus vecinos más cercanos, pero algo raro  sucedía en el bosque. “¡Qué silencio!” pensó. Se  trepó a la rama más alta para ver si desde allí podía ver mejor lo que sucedía, pero no advirtió nada. Una brisa suavecita sacudía las hojas de los árboles, y era este, el único movimiento que se sentía en el lugar.

La situación le despertó un poco de miedo, porque parecía que sólo ella estaba allí. Qué feo tanta soledad. En los nidos, no se advertía ningún movimiento. Nadie pedía comida. No se oía el reclamo de los pichones, ni el revolotear presuroso de las mamás pájaras. Qué extraño en verdad. 

Una pequeña hoja se desprendió en ese momento de la rama donde estaba posada, y fue cayendo muy suavemente. La pajarita la vio flotar en el aire hasta caer, y voló tras ella. Cuando se encontró en el suelo, le pareció que el silencio que allí reinaba era todavía más intenso. Todo el bosque parecía dormido. Los ciervos que a esa hora iban en busca de algún fruto no estaban en el lugar. Las abejas, que revoloteaban sobre las flores, tampoco estaban. Los miles de insectos, que a esa hora del día iban y venían, también estaban ausentes. Todo a su alrededor era silencio. En eso pensaba, cuando escuchó que unas hojas secas crujían detrás. Lejos de asustarse, sintió cierta tranquilidad, porque supuso que no estaba tan sola como creía.

- Chiiis…chiiisss…. - escuchó.

Y miró hacia el lugar de donde venía el chistido.

- ¿A mí? - preguntó

- Si…Si…Buen día - dijo don Caracol

- Buen día - respondió amablemente ella.

- Parece que otra vez el bosque está encantado - volvió a decir don Caracol.

La pajarita lo miró con asombro. En tanto tiempo en ese lugar, jamás había vivido algo semejante.

- ¿Encantado? - preguntó

- Si,  encantado. Sin dudas esto es obra de la bruja del otro bosque. Es una envidiosa, que no quiere que estemos felices.  Por eso cada tanto, se empeña en hacernos sufrir un poquito.

- ¿Y por qué no estás encantado como los demás? - preguntó la pajarita

- Es largo de contar, pero seguramente fue porque no pasé la noche aquí. Al atardecer, cuando comenzó la tormenta, yo descansaba sobre una hoja. Y el viento la arrastró tan lejos, que amanecí en otro lugar. Creo que fue por eso.

- Seguro, yo también me perdí en la tormenta, y por lo visto, eso me salvó del hechizo.

- No te preocupes, -dijo el caracol- esto tiene arreglo. Hace mucho tiempo, cuando yo era chiquito, sucedió algo similar. Y recuerdo muy bien a quienes recurrimos.
Tendrás que ayudarme, ya que soy un poquito lento, y si todo dependiera sólo de mí, tardaría un montón en resolver el problema. Pero valiéndonos de tus alitas nos irá un poco mejor.

- Haré lo que me pidas

- Tenemos que apurarnos 

- ¿Qué haremos? - preguntó la pajarita

Y se acercó a don Caracol, que muy despacito, y al oído, le explicó qué debían hacer.

En un lugar muy apartado del bosque vivían los duendes protectores, y a pesar de que velaban día y noche por la tranquilidad de todos, de vez en cuando la bruja del bosque vecino se salía con las suyas, y provocaba esos hechizos.
Y hacia allá fueron los dos. La pajarita desplegó bien sus alas y don Caracol, se sujetó  a ella, para viajar más rápido y encontrar una pronta solución.

Los duendes, eran famosos por preparar riquísimos dulces y jaleas con las que deleitaban a los habitantes del bosque. Pero por una extraña razón, cuando las brujas los comían, estos se transformaban en una pócima mágica que las hacía dormir por un montón de años. Las brujas, sabían de memoria el mal que les causaban, pero eran incapaces de soportar las ganas de comerlos.

Si deseaban volver a despertar al bosque encantado, tenían que apurarse. La pajarita, don Caracol, y los duendes, trabajaron todo el día sin descanso. Desde los arbustos más cercanos trajeron los mejores frutos para preparar la jalea. En los pequeños hornos de barro, que los duendes tenían en su casa, cocinaron deliciosos panes y galletas.

Al amanecer del día siguiente, el olor a pan recién horneado y el dulcísimo aroma de la jalea despertaron al bosque entero.

Pero faltaba la parte más delicada de la riesgosa empresa. A pesar de que los duendes sabían de memoria cómo tentar a las brujas, esto requería de mucho cuidado y dedicación.

En una pequeña vasija colocaron el dulce, y fueron en comitiva a llevarlo hasta la entrada del bosque vecino. Sabían perfectamente que la malvada, caería en la deliciosa trampa. Y ellos, tendrían la posibilidad de vivir tranquilos durante muchos años.

De más está aclarar que el bosque, tuvo ese día un amanecer muy especial. Todo parecía una fiesta. Los duendes repartían grandes rodajas de su delicioso pan, untadas con el más exquisito dulce, y nadie se explicaba a qué se debía un despertar tan festivo. Pero no podían dejar de disfrutar la más sabrosa Jalea de Duendes que se pueda imaginar.

Al atardecer continuaba la algarabía. Y tuvieron un motivo más para el festejo. Los  encargados de llevar la jalea para tentar a la bruja, regresaron con una buena noticia: luego de devorar el delicioso bocado, ésta cayó en el profundo sueño, que la mantendría alejada por un buen tiempo.

La pajarita y don Caracol, estaban muy felices de haber colaborado para tanta alegría.

Al anochecer aún seguían festejando. Llenos de felicidad, porque sabían que les esperaba una larga temporada en la que vivirían tranquilos. Todos los habitantes del bosque estaban satisfechos por la buena noticia, y agradecían a los duendes un despertar tan delicioso. 
Beatriz Fernández Vila