martes, 1 de octubre de 2013
GATO SIN BOTAS
“Si me consigues lo que te
pido, cambiaré tu suerte, sólo hace falta que confíes en mí, y lo demás corre
por mi cuenta” el hijo del molinero ya no se asombraba de que su gato le
hablara.
Cerré atropelladamente el
libro cuando escuché el motor de la camioneta y vi a mi padre detenerse un poco
para ayudar a bajar a aquella mujer. Yo conocía la historia desde hacía un
tiempo, pero tenerla ante mis ojos, me hizo sospechar la proximidad de mi
desgracia. Entonces los días comenzaron a ser difíciles.
Mi padre era un hombre
simple, sin demasiadas pretensiones más allá de cuidar de su chacra y sus
animales. Y esa señora a la que se había unido era el complemento necesario
para ocuparse de las cosas que a él se le escapaban; entre ellas, yo, que tenía
apenas ocho años, y era una niña a la que había que hacerle trenzas y coserle
vestidos. De ahí en más quedé a cargo de Hortensia que era mujer, y tal vez
algo supiera sobre letras y números, desayunos y meriendas. Y en adelante,
cumplió tenazmente con su tarea; que estaba fuera de cualquier comparación,
porque yo no recordaba a mi madre, y me hice a la idea, de que seguramente así
no debía ser.
No me besó al llegar como
hacían mis tías, lo que me produjo cierta tranquilidad, porque me vi a salvo de
los apretujones de cachetes y los comentarios rutinarios de qué grande estás,
ya sos una señorita. Pero su actitud, fue igual de distante día tras día. El
cuero cabelludo dolía bajo sus implacables manos de degolladora de gallinas, porque
cuando sujetaba el pelo para hacerme las trenzas, yo imaginaba mi cabeza
saliéndose y cocida más tarde en la gran olla como los pollos o las gallinas
que se entregaban con la misma mansedumbre de las verduras que arrancaba con
destreza de la huerta. En medio de la interminable tortura yo suponía que con
esa facilidad me iba a quitar uno a uno cada cabello, y que mi padre no sabría
que eran míos cuando ella se los sirviera en la sopa. O que moriría con un
peine envenenado clavado en mi cabeza. O atragantada con un trozo de manzana
como Blancanieves.
Por las noches me mantenía
alerta para que no convenciera a papá de que me abandonara en medio del bosque,
y tomé la costumbre de llenar mis bolsillos de migas de pan para valerme de la
misma treta de los hermanos del cuento.
La casa estaba prolija. Por
primera vez en mucho tiempo conocí el verdadero color de las cortinas y el
tapizado del sillón. Supe de comidas a horarios lógicos, y plegarias
arrodillada junto a la cama. Ropa siempre limpia y planchada. Y gritos
destemplados cuando mi padre entraba con las botas embarradas. Pero ninguna de
esas virtudes domésticas me unió a esa mujer seca, de ojos pequeños y punzantes
como flechas que se clavaban en medio de mi frente cada vez que me dirigía la
mirada, como si quisiera hacerla estallar. Me preguntaba si tenía hijos, y
cuando jugaba con mis muñecas las trataba con la misma frialdad en un intento
por acostumbrarme.
“Tú espera confiado, y déjame
hacer, no te arrepentirás. En poco tiempo sabrás quién es tu gato”
La tarde que recuerdo, era
una tarde de otoño, los vidrios estaban empañados y mi padre todavía no había
regresado. Hacía tiempo que el trato de ambos se había hecho más áspero, y a
veces los escuchaba discutir. Después papá se recluía en el patio de atrás,
limpiaba sus escopetas, y con seguridad al día siguiente de cada discusión
desaparecía porque se iba con sus amigos a cazar. La noche anterior habían
discutido, y supuse que volvería muy tarde. Esa mañana habíamos recibido la
compra del mes, y las bolsas descansaban en la galería esperando que papá las
llevara a la despensa cuando regresara. El empleado del almacén había dejado la
del azúcar, mal apilada sobre las otras, y Bollito que pasó veloz detrás de su
bola de lana, movió no sé qué cosa que cayó sobre la bolsa, y la desparramó en
el suelo. Mi suerte estaba echada, era una pobre niña como cualquier otro niño
desgraciado de mis libros de cuentos, como Cenicienta con su malvada madrastra
y sus hermanas. Gretel, corriendo esa suerte junto a su hermano en manos de una
bruja hambrienta y despiadada, o el desdichado molinerito del Gato con Botas,
su suerte se asemejaba a la mía, y esa tarde me lo acababa de confirmar mi
gato, en quién confiaba muy poco es verdad. Lo único que quedaba era huir. Y me
fui con Bollito apretado a mi pecho. Antes de salir pasé por la cocina y me
llevé unas tortas asadas que estaban junto a la estufa. Después tomamos por el
camino de los tilos que ya estaban desnudándose por culpa del otoño, y había
convertido el suelo en un crujiente sendero de hojas secas. La inmensidad que
rodeaba la casa me resultaba todavía más distante, como si ya no fuera parte
del lugar que conocía. Antes de salir corriendo miré hacia atrás por última
vez, para saber si ella no se había dado cuenta, y vi en la sala la mecedora
moviéndose; me quedé tranquila, sabía que estaría ocupada tejiendo, porque era
lo que hacía habitualmente cuando estaba enojada. Después de cada discusión se
entregaba por completo a otras labores y dejaba de cocinar por algunos días.
La tarde caía plomiza, con un
fuerte tono de desamparo, yo sentía una profunda desprotección y me creí
abandonada en un bosque; por fin ella lo había logrado.
En toda la extensión de la
cerca de la huerta se trepaban las lianas secas de un gran zapallar, que se
asemejaban a monstruos en acecho. Más allá las hojas secas del maizal que en el
verano plantaban detrás de la casa. Y aunque sabía que debía esconderme en el
lugar más apartado, me propuse no traspasar ese sitio, que siempre me causó
miedo, porque me resultaba alejado y misterioso. Me encontraba sola, abandonada
a mi suerte, y en compañía de un gato, mi gato Bollito que era un pobre gato, y
que con seguridad no tenía la destreza del gato del hijo del molinero, y que no
iba a pedirme un traje y unas botas, ni conseguiría transformar en ratón al
enemigo.
A distancia de la casa
encontré la casita de ramas que habíamos levantado con los hijos del vecino y
lo sentí como un refugio digno del desamparo de ese momento. Unas gotas gordas
empezaron a caer de golpe y yo me sentí a reguardo. Una caravana de hormigas
trataba de organizarse ante la imprevista lluvia.
Déjalo todo en mis manos
diría Bollito, pero Bollito ni siquiera me miraba. Te haré rica insistiría,
pero estaba ausente de mi desgracia. Te liberaré de tu penosa suerte, pero
cerraba con pereza sus ojitos y yo sabía que dependía de mí la suerte que
corriéramos.
Deténganse por favor, mi
señora está ahogándose en el río, y la carroza del rey que pasaba camino a su
palacio, se detendría ante la presencia de ese extraño gato que pedía auxilio
para su dueña ¿Quién es tu señora? Preguntaría el rey vivamente preocupado. Mi
señora, diría Bollito, poniendo ronca la voz, mi señora es la marquesa de
Carabasa, y correría luego de prisa, a pedirle a la malvada bruja que habitaba
la casa, que se transformara en ratón para comérsela. Me oculté lo más que pude
en la choza, y saqué las tortas que había llevado, como si la expedición
hubiese sido tan prolongada que el hambre me agobiaba. Quise compartir las
tortas con mi gato pero se resistió, él era revoltoso y bastante maleducado,
pero metódico a la hora de comer, así que me miró, cerró los ojos y no probó
nada de lo que le ofrecía. Yo me resigné a esperar, y me atraganté con las
provisiones sin tomar en cuenta el racionamiento, por si la estadía fuese
larga.
Desde allí veía altas las
hierbas del jardín, pero no me impedían observar el ventanal de la sala. Cuánto
tiempo podría pasar sin que fueran a buscarme. Mis ojos no se apartaban de la
ventana, y aunque el respaldar de la mecedora era alto, me parecía adivinar la
figura de la madrastra. El cabello mojado se me pegaba a la cara. A mi
improvisado cobertizo se le fue derrumbando el techo de ramas y hojas, y no
supe cuánto podría resistir. Sólo Bollito soportaba estoicamente, sobreponiéndose
a tan incómoda situación como muestra de su cariño y lealtad. De pronto sus
ojos se clavaron desafiantes en lo míos, antes de pegar un salto y salir
disparado a pesar de la lluvia.
“¿Y dónde vive tu
señora?
¡Muy cerca de aquí su majestad,
pero sucede que ahora está en peligro y debemos salvarla!”
No sé cuánto tiempo estuve
alejada de mi casa, pero la carroza del rey no pasaba, y mi gato se acurrucaba
en el hueco de un árbol, y me miraba sin intención de hacer nada por mí.
“¿Tu señora es la que tan
gentilmente me ha enviado esos presentes que has llevado a mi palacio?
¡Deténgase cochero, debemos salvar a la marquesa de Carabasa!”
Esperé todo lo que pude
aunque ya sentía frío por la lluvia y porque estaba cayendo la noche. Regresé cuando
vi llegar a mi padre que entró por la puerta de atrás, quizás para retrasar los
gritos que esperaba escuchar. Lo vi caminar por la galería y meterse en la
cocina, después lo vi colgar dos liebres de los ganchos y salir nuevamente
hacia el patio de atrás para limpiar las escopetas. Un silencio extraño
inundaba la casa y estuve a punto de retroceder, para no quebrar ese instante
tan frágil que se me presentaba como un sueño.
Papá me sorprendió a punto de
volver hacia atrás, mojada y embarrada, pero no me dijo nada. Yo como respuesta
corrí a mi cuarto a cambiarme, como una niña responsable a quién no había que
recordarle sus obligaciones.
“Debo pedirle otro favor,
verá usted, mientras mi ama se bañaba en la laguna, unos ladrones robaron sus
ropas, y en este momento no tiene qué ponerse para presentarse dignamente ante
su majestad”
Después de un reconfortante
baño que me preparé yo sola, me puse un vestido limpio, y cuando me miré al
espejo me sentí una princesa.
“¿A quién pertenecen estas propiedades que
rodea el castillo? - pregunta el rey maravillado-
A la marquesa de Carabasa, mi noble señor. Pase
usted, su majestad. Su presencia honra el humilde castillo de mi señora”
Esa noche abrimos unos
cuantos frascos de conservas que guardábamos para el invierno, de postre; queso
y miel, y nos atiborramos de frutas
secas y pasas como en Navidad. Me llené de todas esas delicias, y cada bocado
que me llevaba a la boca retrasaba la pregunta que no quería pronunciar.
Después de la cena, papá tocó
la guitarra como en otros tiempos, como cuando aún sonreía. Luego se dejó caer
en el sillón de la sala, con las botas puestas y la ropa embarrada. Yo esperé
los rezongos, pero no los escuché. Sólo un balbuceo de papá antes de quedarse
dormido.
“Agradezco la hospitalidad de
tan digna señora, y me gustaría que próximamente visite mi palacio, la
agasajaré como se merece en agradecimiento a la exquisita velada”
Y me sentí una verdadera
marquesa; la marquesa de Carabasa como le había dicho mi gato al rey. Y estaba
completamente a salvo, sin penas ni preocupaciones Respiré aliviada; lo que
fuera parecía que iba a perdurar.
La lluvia había menguado, y en la estufa los
leños daban un tibio amparo a la casa. Bollito dormía en la mecedora; dulcemente satisfecho, con la barriga
llena.
Beatriz Fernández Vila
Publicado en el libro "FANTÁSPOLIS" compilación de Marta Rosa Mutti,
Editorial Dunken, Septiembre de 2011.
lunes, 11 de marzo de 2013
AGRADECIMIENTO
Gracias a todos los chicos, padres y maestros que leyeron
y/o trabajaron sobre los cuentos infantiles de Beatriz Fernández Vila durante
el año 2012.
A continuación va la lista, perdón si falta alguien, háganmelo
saber:
Nuestra Señora de Lourdes (Loma Hermosa)
Instituto San Eduardo (José C. Paz)
Merendero (Costa Esperanza)
Merendero Los Alegres Pichoncitos (La Cárcova)
Hospital Pedro de Elizalde (Colecta Día del Niño)
Jardín Belén (Villa Ballester)
Jardín 932 (Chilavert)
Escuela 34 (Villa Ballester)
Escuela 7 Bernardino Rivadavia (Villa Ballester)
Además, va un agradecimiento especial a los chicos que enviaron a Beatriz los dibujos inspirados en sus cuentos, con dedicatorias y
palabras que arrancaron sonrisas y lágrimas de emoción:
Nuestra Señora de Lourdes-3A-Turno Tarde - Srta. Eugenia
Instituto San Eduardo-salitas Naranja y Verde (4 y 5 años) - Srta.
Laura
Jardín Belén (Villa Ballester) sala de 4 años - Srta. Karina
Y un inmenso GRACIAS a todo el grupo de VAMOS X LOS CHICOS
por el amor y el apoyo.
GRACIAS a Gabriela Domé por su gigantesca tarea llena de sentimiento. Y por estar, siempre estar.
Carlos
Migliore Bataller
RECETA PARA ENCONTRARSE CON LAS HADAS
Las
hadas de PUEBLOMAGIA se reunieron para
elegir a la reina de las hadas. Llegaron todas con sus trajes de marcas
importadas y sus joyas de la tatarabuela.
Mezclar muy bien estos ingredientes, batirlos con mucho amor.
En
un rincón de la vieja casona, resoplaba
un órgano destartalado que nadie se atrevía a criticar, a pesar de que los
valses se oían muy mal. Ninguna de las hadas osaba decir ni “chus”. Porque fue
traído en un viejo galeón, comandado por el archiconocido marqués de
Espiaflores, allá por el 1720.
La
dueña de casa, el hada Matilde, servía té en finísimas tazas inglesas.
Convidaba masas danesas. Y ofrecía riquísimas “Berlinesas”, que por tener un
nombre tan elegante, nadie sospechaba que se vendían en las churrerías. Todas
chismorreaban a la vez, y nadie recordaba para qué se habían reunido. Por la
galería se asomaba de tanto en tanto, un viejo gato francés, que ronroneaba en
siamés.
La
reunión se desarrollaba en un clima distinguido y refinado. Y cuando devoraron
la última masita, y bebieron la última gota de té, la dueña de casa propuso a
la reina. Comenzó diciendo que ella era la más indicada. Que no en vano se
había educado en los mejores colegios de hadas, sino que además, en su casa se
servía el más delicioso té. Las concurrentes se miraron indignadas. Y se sintieron
sobornadas. ¿Qué se creía esa maleducada? ¿Qué ellas iban a volcarse a su favor
a cambio de un mísero té? ”Ni lo piensen –gritó la más enojada- si a
mi me gusta el café” “No lo duden
–insinuó la más obsecuente- si ella, todo lo hace espléndidamente”.
Entre
tanto grito y enojo no se ponían de acuerdo. Hasta que desde un rincón se escuchó
la voz de la más sensata: “¿Por qué discuten tanto, creen que somos
importantes? ¿Quién sabe hoy en día, para qué sirven las hadas? ¿No piensan que
en lugar de pelearnos por coronar a una reina, debemos discutir cuál es nuestra
función en el presente?”
Se
apaciguaron ante estos dichos, aunque
poco duró la calma. Pronto siguieron discutiendo acaloradamente, cuando desde
la calle se escuchó un escándalo aún peor. Era una manifestación de hadas que
no recibieron sus tarjetas de invitación, y amenazaban con evitar semejante
acontecimiento. Grandes cartelones proclamaban a la preferida para el cargo. Cuando
una de las más jóvenes gritó a voz en cuello “Ustedes están locas, yo no
quiero convertirme en plebeya. No coronemos a una reina, mejor elijamos
presidenta”
Fue
entonces que fijaron fecha para las próximas elecciones; día en que elegirían a
la más adecuada y capaz.
Los
comicios fueron limpios y transparentes. Pero a partir de ese momento, las
hadas tuvieron tanto trabajo con sus nuevas funciones que olvidaron por
completo a quienes necesitaban de sus prodigios.
La
gestión duró poco. Porque se dieron cuenta de que estaban mucho mejor antes; cuando
solo se ocupaban de sus tareas de hadas. Así que dejaron esos asuntos para los señores aburridos. Y ellas volvieron a
revolotear por los aires, en busca de quienes necesitaran de sus buenos
oficios. Cuando las quieras encontrar, no estaría nada mal, que recurras a esta
receta:
INGREDIENTES
*Una
abuela que nos quiera mucho
*Una
cálida siesta
*Un
montón de libros de cuentos
*Una
cama calentita donde quepa también la abuela
*Montones
de preguntas, y tu asombro
Mezclar muy bien estos ingredientes, batirlos con mucho amor.
Cocinarlo
a la temperatura de tu corazón. Y soñar, soñar sin parar.
Beatriz Fernández Vila
LAS BRUJAS VUELAN EN BURBUJAS
Braulia nació en una lavandería, “¡uff,
cuanta espuma alrededor!”. La dueña del negocio se asustó un poco, no por el nacimiento que
estaba presenciando, sino porque jamás había visto cómo nace una bruja. Ah! Me
olvidaba decir que Petronila, la mamá de Braulia, es una auténtica bruja. Bah!,
lo de auténtica está por verse. Es sí una bruja, pero de esas modernas, esas
que enarbolan las banderas del feminismo, y les dicen a sus esposos que de
ninguna manera van a cocinarle mondongo, y que ni locas coserán sus medias
agujereadas. Y como además, es una mujer comprometida con su tiempo, fundó una
asociación que lucha contra el trato discriminatorio que sufrieron las brujas a través de la historia, y los
libros de cuentos.
Por otra parte, se niega usar bonete de
bruja, zapatones de bruja, y escoba de bruja, no porque ésta no sea útil para
volar, sino porque además sirve para barrer, tarea a la que ella se opone
rotundamente.
Por su insistencia en negarse a ser un ama
de casa, aquel día, cuando nació su hija, ella estaba en la lavandería llevando
la ropa que su esposo se olvidó de lavar. ¡Pobre Braulia, que desconcierto!,
venir al mundo entre lavarropas y jabón en polvo, ¡Quién lo diría, qué
vergüenza!, justo la hija de Petronila venir a nacer en un lugar tan
inadecuado.
Quizás ustedes no sepan, porque hay poca
información al respecto, que a poco de nacer, una bruja ya se para en sus dos
piernitas, camina, habla, y está lista para realizar hechizos. Y esto le
sucedió a Braulia; apenas llegada a este mundo, era una bruja hecha y derecha,
pero muy diferente a las demás.
A la recién nacida le pareció que algo no
funcionaba bien. Tuvo la sensación de que algo faltaba; un bonete, una escoba
tal vez.
¿Recuerdan, que cuando mamá esperaba al
hermanito, tenía un bolso preparado con las ropitas del bebé? Bueno, Petronila
preparó uno parecido, con ropas ultramodernas, nada brujeril ¡Fuera el bonete!
¡Abajo la escoba! Su hija, su adorada
hijita, jamás se vestiría como una bruja. Y mucho menos, la dejaría volar en
escoba. Así que cuando Braulia abrió los ojitos, y quiso treparse a la suya, por
supuesto, no estaba. Entonces se trepó a una burbuja, ya que en ese momento la
espuma de una de las lavadoras, empezó a salir por todas partes.
¡Ay que dolor de cabeza para Petronila!, su
hijita del alma revoloteando en esa cosa. ¡Que burla del destino! Justo ella,
una auténtica bruja feminista, venir a dar a luz en una lavandería.
Pero mientras la madre rezongaba por su
suerte, la hija volaba feliz, montada en su burbuja.
Las cámaras de televisión y los periodistas
invadieron la lavandería. Doña Hortensia, la dueña, que días atrás se quejaba
por no tener clientela, no daba abasto con toda la gente que venía a lavar sus
ropas en un lugar tan especial.
Al día siguiente los diarios titulaban BRUJA
SIN ESCOBA, VUELA EN BURBUJA.
Los días pasaron, y los meses, y los años,
Braulia crecíó feliz, y la burbuja está cada día más brillante. Nuestra brujita
y doña Hortensia se hicieron inseparables.
Cuántas veces leímos historias donde una
bruja preparaba en un enorme caldero, brebajes espantosos para realizar sus
encantamientos. O convertía a bellísimos príncipes en horribles sapos. Bueno,
eso ya fue, son cosas del pasado. Las brujas modernas tienen otras
aspiraciones. Y Braulia vino a este mundo con una gran capacidad empresarial.
Nada de pases mágicos del medioevo, ella está preparada para otra cosa.
Y como el negocio de doña Hortensia va cada
día mejor, y nuestra brujita tiene mucho que ver con tanto éxito, ambas se
asociaron y abrieron un montón de sucursales para atender a tanta clientela
.Ayer inauguraron una en mi barrio. La gran cadena de lavanderías lleva el
sugerente nombre, de BURBRUJA, en el “logo”
publicitario se ve a Braulia montada en una burbuja revoloteando por los
aires.
Qué se le va a hacer, así son las brujas
ahora. Ya no pierden su tiempo en hechizos, ni brebajes horripilantes. En el
presente tienen otras metas. Y a Braulia no le fue nada mal, de un plumazo
borró la mala fama que siempre tuvieron las brujas. Y hasta encontró a su
príncipe azul, que se enamoró de ella sin necesidad de filtros mágicos ni
encantamientos. Se casaron, son felices y comen perdices.
Y colorado colorín, este cuento llegó a su
fin.
Y colorín colorado, en la lavandería
BURBRUJAS se realiza el mejor lavado.
Beatriz Fernández Vila
EL OGRO Y DON BRAULÍN DE BADAJOZ
Hace mucho, pero muchísimo tiempo, tanto que
ni siquiera sé cómo llegó esta historia hasta nuestros días, existió un ogro
descomunal, desagradable, con una enorme barba, que era el terror de toda la
comarca donde vivía. Todo el que habitaba cerca de su casa pasaba horas enteras
cuidando a su familia, o tratando de no hacer ni el más mínimo ruido para no
molestarlo.
Beatriz Fernández Vila
Los campesinos del lugar, cuando levantaban
sus cosechas elegían las mejores frutas y verduras para llevar hasta el portal
de su casa, y tratar de congraciarse con él. Los dulces más exquisitos, en grandes
vasijas, eran depositados a la entrada de su hogar. Y los pasteles más
deliciosos, en enormes canastas, llegaban de regalo, porque imaginaban que si se entretenía comiendo, de
ninguna manera saldría por la comarca en busca de carne fresca.
Aunque jamás lo habían visto, todos los
pobladores trataban de adularlo porque sentían un profundo temor. Y cada uno de
ellos, cada día de sus vidas tenía algo horripilante para contar sobre él. Si a
alguno se le perdía una oveja, era incapaz de salir a buscarla porque
descontaba que era el ogro quien la había devorado. Si alguna vaca entraba a un
campo vecino y comía todo el pasto que se le antojaba, nadie culpaba a la vaca,
daban por cierto que el malvado ogro era quien lo había robado para hacerse una
ensalada. Y antes de que la noche llegara, cada cual se metía en su casa para
sentirse a salvo. La vida de esa gente transcurría entre sus tareas diarias y
el temor al terrible enemigo.
Pero sucedió un día que llegó a la comarca
un viajero de aspecto sorprendente. De pequeña estatura, con un larguísimo
bigote que peinaba dándole varias vueltas hasta formarle rizos. De barriga
prominente, y dotado de una cautivante conversación. La primera impresión que
causó fue la de burla. Pero bastó que abriera la boca para que su poderosa voz
despertara la curiosidad de todos los que lo escuchaban, “soy el conde Braulín
de Badajoz - dijo exultante
- y fui comisionado por mi dignísimo
rey para conocer las necesidades de este pueblo”. Los presentes
confiaron en que se trataba de un enviado del rey, alguien con un nombre tan
pomposo sólo podía ser enviado por él.
El viajero se cuidó muy bien de no hablar
más de lo conveniente. En la hostería del pueblo fue recibido como correspondía
a un dignatario de su categoría. Le acondicionaron el mejor cuarto, y
dispusieron para él una mesa llena de exquisitos manjares.
Esa noche comió hasta hartarse, y durmió
plácido hasta el día siguiente en que cada
poblador fue acercándose a la hostería para contarle lo que le hacía
falta. El viajero demostró todo el interés del que era capaz, mientras cada uno
de los que llegaba ponía un presente a sus pies. Sus ojitos resbalaban
presurosos sobre los obsequios, pensando en el momento en que partiría de allí
llevándose tantas cosas.
Después de largas horas de recibir a la
gente, ya cansado propuso:
- Como es poco el tiempo que me queda en
este pueblo, les pediría que piensen en un deseo que beneficie a todos, porque
pronto tendré que marcharme.
Entonces, un niño que estaba en la reunión
pidió que los liberaran del ogro. El hombrecito se puso serio, apoyo su espalda
contra la silla, levantó la mirada y dijo:
- Un ogro, ¿verdad? Me están hablando de un
terrible ogro… ¿Acaso un horripilante ogro, que asola la comarca y los llena de
pavor, y no los deja descansar ni de día ni de noche, verdad? ¿Me están
hablando ustedes del peor de los ogros? ¿Ese que no deja nunca de atormentarlos
y no hace más que llenarlos de miedo?
- El mismo
- dijo el niño - El mismísimo
ogro que usted menciona, mi señor.
El conde Braulín de Badajoz se acarició un
poco el bigote, carraspeó un poquito, y pidió unos minutos para pensar. Miró
todos los regalos que le habían traído y se preguntó cómo haría para
llevárselos. Después de largos, larguísimos minutos tuvo una idea:
-Tendrán que ayudarme
a cargar estos obsequios en una carreta. Pasaré por la casa del terrible ogro a
llevárselos, y a pedirle de buenas formas que deje ya de asolar esta comarca de
gente honrada.
Los presentes se miraron consternados, “¡qué
bueno es!” exclamaron a coro. Ese pequeño gran hombre era capaz de tanto
desprendimiento y tanta entereza. En
verdad que no salían de su asombro.
Presurosos ayudaron al valiente hombrecito a
cargar tantos regalos y tanta comida, ya que todas las señoras del pueblo se
esmeraron cada una en una exquisitez diferente, para tan noble señor.
Al mediodía la carreta estaba lista. Y
sujeto a las riendas del caballo, nuestro héroe. El valiente benefactor
preguntó dónde estaba la casa del ogro, y hacía allí partió en medio del
agradecimiento de todos los pobladores que se abrazaban unos con otros y
saludaban al viajero. Uno de los más valientes lo acompañó un trecho y lo vio
perderse dentro de las tierras del temido. Pero como jamás nadie lo vio salir,
supusieron que el valeroso hombrecito sirvió de almuerzo para el desalmado ser.
Por supuesto que esto ayudó a acrecentar más la fama del enemigo.
Los años pasaron. Los pobladores siguieron
con sus miedos, y todas las desgracias que ocurrían en el pueblo tenían un solo
causante. Ya sabemos quién.
Pero una tarde en que aquel pequeñito de la
hostería, ya grande, pasaba muy cerca de las tierras del ogro para llevarle los
acostumbrados regalos, creyó ver una figura conocida. Cual no fue su sorpresa
al ver a Don Braulín cómodamente sentado
en un confortable sillón atragantándose con pasteles y dulces. Y bebiendo los
exquisitos vinos que los pobladores dejaban para congraciarse con el ogro.
Sin pensarlo se acercó a la casa. Cuando Don
Braulín se vió sorprendido ejercitó una recia voz para asustar al intruso, “soy
el terrible habitante de estas tierras y nada me agrada más que la carne
fresca” dijo. Pero el valeroso joven, al instante entendió la vieja treta.
El malévolo ogro nunca existió. Ese pequeño hombrecito se había burlado durante
años de todo un pueblo.
Al verse descubierto, Don Braulín entendió que nada podía hacer para sostener
su mentira. Hizo pasar al joven. Le sirvió una copa de vino, y se dispuso a
contar su larga historia.
El hombrecito comenzó diciendo que alguna
vez él también vivió en una comarca vecina, y era objeto de todas las burlas
por su escasa estatura y su poderosa voz. Y que un día cansado de tanta mofa
tanto desprecio, se internó en las tierras del ogro con la intención de que el
destino decidiera por él. Fue así como supo que el temido ser no existía. Que
la mentira era mantenida por el propio temor de los pobladores. Y que él no
hizo más que aprovecharse de eso para burlarse a la vez y recibir los buenos
obsequios que le traían.
Contó además, que el día que se presentó
como el enviado del rey, iba decidido a decir la verdad, pero que la sorna de
algunos hizo renacer los viejos sentimientos y no dijo nada porque sintió rabia
por esos tontos. Capaces de burlarse de él, por su estatura, sin darse cuenta
que ellos eran unos pequeños hombres por sus temores. Y que a la vez pensó que
no estaría mal unos cuantos años más de miedo. Porque así lo pasaba muy bien;
recibiendo los mejores productos de las cosechas, los mejores pasteles y los
mejores vinos. Y que si nadie era tan valiente de descubrir la verdad, él no
tenía la culpa.
El valiente visitante y Don Braulín
acordaron que, poco a poco empezarían a desmentir esa vieja historia, porque no
era posible vivir con tanto miedo. Y así ocurrió. La mentira de a poco fue descubierta, y nunca más, ninguno se
atrevió a burlarse del pequeño hombrecito. Porque reconocían que lo que no
tenía de altura, lo tenía de astuto. Que nadie tiene menor valor por ser
diferente a la mayoría. Y que el temer tanto a lo desconocido por no tener la
valentía de enfrentarlo, podía también ser motivo de burla.
Aunque Don Braulín nunca pagó del mismo modo
las ofensas recibidas.
El sagaz hombrecito vivió feliz en la
comarca junto a sus vecinos, y fue tratado siempre con mucho respeto. El mismo
respeto que tiempo atrás despertara el ogro. Aunque mejor todavía, porque lo
sentían por afecto y no por miedo.
Y colorado colorín, todos vivieron felices sin
ogro y con Don Braulín.
Beatriz Fernández Vila
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