“Si me consigues lo que te
pido, cambiaré tu suerte, sólo hace falta que confíes en mí, y lo demás corre
por mi cuenta” el hijo del molinero ya no se asombraba de que su gato le
hablara.
Cerré atropelladamente el
libro cuando escuché el motor de la camioneta y vi a mi padre detenerse un poco
para ayudar a bajar a aquella mujer. Yo conocía la historia desde hacía un
tiempo, pero tenerla ante mis ojos, me hizo sospechar la proximidad de mi
desgracia. Entonces los días comenzaron a ser difíciles.
Mi padre era un hombre
simple, sin demasiadas pretensiones más allá de cuidar de su chacra y sus
animales. Y esa señora a la que se había unido era el complemento necesario
para ocuparse de las cosas que a él se le escapaban; entre ellas, yo, que tenía
apenas ocho años, y era una niña a la que había que hacerle trenzas y coserle
vestidos. De ahí en más quedé a cargo de Hortensia que era mujer, y tal vez
algo supiera sobre letras y números, desayunos y meriendas. Y en adelante,
cumplió tenazmente con su tarea; que estaba fuera de cualquier comparación,
porque yo no recordaba a mi madre, y me hice a la idea, de que seguramente así
no debía ser.
No me besó al llegar como
hacían mis tías, lo que me produjo cierta tranquilidad, porque me vi a salvo de
los apretujones de cachetes y los comentarios rutinarios de qué grande estás,
ya sos una señorita. Pero su actitud, fue igual de distante día tras día. El
cuero cabelludo dolía bajo sus implacables manos de degolladora de gallinas, porque
cuando sujetaba el pelo para hacerme las trenzas, yo imaginaba mi cabeza
saliéndose y cocida más tarde en la gran olla como los pollos o las gallinas
que se entregaban con la misma mansedumbre de las verduras que arrancaba con
destreza de la huerta. En medio de la interminable tortura yo suponía que con
esa facilidad me iba a quitar uno a uno cada cabello, y que mi padre no sabría
que eran míos cuando ella se los sirviera en la sopa. O que moriría con un
peine envenenado clavado en mi cabeza. O atragantada con un trozo de manzana
como Blancanieves.
Por las noches me mantenía
alerta para que no convenciera a papá de que me abandonara en medio del bosque,
y tomé la costumbre de llenar mis bolsillos de migas de pan para valerme de la
misma treta de los hermanos del cuento.
La casa estaba prolija. Por
primera vez en mucho tiempo conocí el verdadero color de las cortinas y el
tapizado del sillón. Supe de comidas a horarios lógicos, y plegarias
arrodillada junto a la cama. Ropa siempre limpia y planchada. Y gritos
destemplados cuando mi padre entraba con las botas embarradas. Pero ninguna de
esas virtudes domésticas me unió a esa mujer seca, de ojos pequeños y punzantes
como flechas que se clavaban en medio de mi frente cada vez que me dirigía la
mirada, como si quisiera hacerla estallar. Me preguntaba si tenía hijos, y
cuando jugaba con mis muñecas las trataba con la misma frialdad en un intento
por acostumbrarme.
“Tú espera confiado, y déjame
hacer, no te arrepentirás. En poco tiempo sabrás quién es tu gato”
La tarde que recuerdo, era
una tarde de otoño, los vidrios estaban empañados y mi padre todavía no había
regresado. Hacía tiempo que el trato de ambos se había hecho más áspero, y a
veces los escuchaba discutir. Después papá se recluía en el patio de atrás,
limpiaba sus escopetas, y con seguridad al día siguiente de cada discusión
desaparecía porque se iba con sus amigos a cazar. La noche anterior habían
discutido, y supuse que volvería muy tarde. Esa mañana habíamos recibido la
compra del mes, y las bolsas descansaban en la galería esperando que papá las
llevara a la despensa cuando regresara. El empleado del almacén había dejado la
del azúcar, mal apilada sobre las otras, y Bollito que pasó veloz detrás de su
bola de lana, movió no sé qué cosa que cayó sobre la bolsa, y la desparramó en
el suelo. Mi suerte estaba echada, era una pobre niña como cualquier otro niño
desgraciado de mis libros de cuentos, como Cenicienta con su malvada madrastra
y sus hermanas. Gretel, corriendo esa suerte junto a su hermano en manos de una
bruja hambrienta y despiadada, o el desdichado molinerito del Gato con Botas,
su suerte se asemejaba a la mía, y esa tarde me lo acababa de confirmar mi
gato, en quién confiaba muy poco es verdad. Lo único que quedaba era huir. Y me
fui con Bollito apretado a mi pecho. Antes de salir pasé por la cocina y me
llevé unas tortas asadas que estaban junto a la estufa. Después tomamos por el
camino de los tilos que ya estaban desnudándose por culpa del otoño, y había
convertido el suelo en un crujiente sendero de hojas secas. La inmensidad que
rodeaba la casa me resultaba todavía más distante, como si ya no fuera parte
del lugar que conocía. Antes de salir corriendo miré hacia atrás por última
vez, para saber si ella no se había dado cuenta, y vi en la sala la mecedora
moviéndose; me quedé tranquila, sabía que estaría ocupada tejiendo, porque era
lo que hacía habitualmente cuando estaba enojada. Después de cada discusión se
entregaba por completo a otras labores y dejaba de cocinar por algunos días.
La tarde caía plomiza, con un
fuerte tono de desamparo, yo sentía una profunda desprotección y me creí
abandonada en un bosque; por fin ella lo había logrado.
En toda la extensión de la
cerca de la huerta se trepaban las lianas secas de un gran zapallar, que se
asemejaban a monstruos en acecho. Más allá las hojas secas del maizal que en el
verano plantaban detrás de la casa. Y aunque sabía que debía esconderme en el
lugar más apartado, me propuse no traspasar ese sitio, que siempre me causó
miedo, porque me resultaba alejado y misterioso. Me encontraba sola, abandonada
a mi suerte, y en compañía de un gato, mi gato Bollito que era un pobre gato, y
que con seguridad no tenía la destreza del gato del hijo del molinero, y que no
iba a pedirme un traje y unas botas, ni conseguiría transformar en ratón al
enemigo.
A distancia de la casa
encontré la casita de ramas que habíamos levantado con los hijos del vecino y
lo sentí como un refugio digno del desamparo de ese momento. Unas gotas gordas
empezaron a caer de golpe y yo me sentí a reguardo. Una caravana de hormigas
trataba de organizarse ante la imprevista lluvia.
Déjalo todo en mis manos
diría Bollito, pero Bollito ni siquiera me miraba. Te haré rica insistiría,
pero estaba ausente de mi desgracia. Te liberaré de tu penosa suerte, pero
cerraba con pereza sus ojitos y yo sabía que dependía de mí la suerte que
corriéramos.
Deténganse por favor, mi
señora está ahogándose en el río, y la carroza del rey que pasaba camino a su
palacio, se detendría ante la presencia de ese extraño gato que pedía auxilio
para su dueña ¿Quién es tu señora? Preguntaría el rey vivamente preocupado. Mi
señora, diría Bollito, poniendo ronca la voz, mi señora es la marquesa de
Carabasa, y correría luego de prisa, a pedirle a la malvada bruja que habitaba
la casa, que se transformara en ratón para comérsela. Me oculté lo más que pude
en la choza, y saqué las tortas que había llevado, como si la expedición
hubiese sido tan prolongada que el hambre me agobiaba. Quise compartir las
tortas con mi gato pero se resistió, él era revoltoso y bastante maleducado,
pero metódico a la hora de comer, así que me miró, cerró los ojos y no probó
nada de lo que le ofrecía. Yo me resigné a esperar, y me atraganté con las
provisiones sin tomar en cuenta el racionamiento, por si la estadía fuese
larga.
Desde allí veía altas las
hierbas del jardín, pero no me impedían observar el ventanal de la sala. Cuánto
tiempo podría pasar sin que fueran a buscarme. Mis ojos no se apartaban de la
ventana, y aunque el respaldar de la mecedora era alto, me parecía adivinar la
figura de la madrastra. El cabello mojado se me pegaba a la cara. A mi
improvisado cobertizo se le fue derrumbando el techo de ramas y hojas, y no
supe cuánto podría resistir. Sólo Bollito soportaba estoicamente, sobreponiéndose
a tan incómoda situación como muestra de su cariño y lealtad. De pronto sus
ojos se clavaron desafiantes en lo míos, antes de pegar un salto y salir
disparado a pesar de la lluvia.
“¿Y dónde vive tu
señora?
¡Muy cerca de aquí su majestad,
pero sucede que ahora está en peligro y debemos salvarla!”
No sé cuánto tiempo estuve
alejada de mi casa, pero la carroza del rey no pasaba, y mi gato se acurrucaba
en el hueco de un árbol, y me miraba sin intención de hacer nada por mí.
“¿Tu señora es la que tan
gentilmente me ha enviado esos presentes que has llevado a mi palacio?
¡Deténgase cochero, debemos salvar a la marquesa de Carabasa!”
Esperé todo lo que pude
aunque ya sentía frío por la lluvia y porque estaba cayendo la noche. Regresé cuando
vi llegar a mi padre que entró por la puerta de atrás, quizás para retrasar los
gritos que esperaba escuchar. Lo vi caminar por la galería y meterse en la
cocina, después lo vi colgar dos liebres de los ganchos y salir nuevamente
hacia el patio de atrás para limpiar las escopetas. Un silencio extraño
inundaba la casa y estuve a punto de retroceder, para no quebrar ese instante
tan frágil que se me presentaba como un sueño.
Papá me sorprendió a punto de
volver hacia atrás, mojada y embarrada, pero no me dijo nada. Yo como respuesta
corrí a mi cuarto a cambiarme, como una niña responsable a quién no había que
recordarle sus obligaciones.
“Debo pedirle otro favor,
verá usted, mientras mi ama se bañaba en la laguna, unos ladrones robaron sus
ropas, y en este momento no tiene qué ponerse para presentarse dignamente ante
su majestad”
Después de un reconfortante
baño que me preparé yo sola, me puse un vestido limpio, y cuando me miré al
espejo me sentí una princesa.
“¿A quién pertenecen estas propiedades que
rodea el castillo? - pregunta el rey maravillado-
A la marquesa de Carabasa, mi noble señor. Pase
usted, su majestad. Su presencia honra el humilde castillo de mi señora”
Esa noche abrimos unos
cuantos frascos de conservas que guardábamos para el invierno, de postre; queso
y miel, y nos atiborramos de frutas
secas y pasas como en Navidad. Me llené de todas esas delicias, y cada bocado
que me llevaba a la boca retrasaba la pregunta que no quería pronunciar.
Después de la cena, papá tocó
la guitarra como en otros tiempos, como cuando aún sonreía. Luego se dejó caer
en el sillón de la sala, con las botas puestas y la ropa embarrada. Yo esperé
los rezongos, pero no los escuché. Sólo un balbuceo de papá antes de quedarse
dormido.
“Agradezco la hospitalidad de
tan digna señora, y me gustaría que próximamente visite mi palacio, la
agasajaré como se merece en agradecimiento a la exquisita velada”
Y me sentí una verdadera
marquesa; la marquesa de Carabasa como le había dicho mi gato al rey. Y estaba
completamente a salvo, sin penas ni preocupaciones Respiré aliviada; lo que
fuera parecía que iba a perdurar.
La lluvia había menguado, y en la estufa los
leños daban un tibio amparo a la casa. Bollito dormía en la mecedora; dulcemente satisfecho, con la barriga
llena.
Beatriz Fernández Vila
Publicado en el libro "FANTÁSPOLIS" compilación de Marta Rosa Mutti,
Editorial Dunken, Septiembre de 2011.