lunes, 11 de marzo de 2013

EL OGRO Y DON BRAULÍN DE BADAJOZ

Hace mucho, pero muchísimo tiempo, tanto que ni siquiera sé cómo llegó esta historia hasta nuestros días, existió un ogro descomunal, desagradable, con una enorme barba, que era el terror de toda la comarca donde vivía. Todo el que habitaba cerca de su casa pasaba horas enteras cuidando a su familia, o tratando de no hacer ni el más mínimo ruido para no molestarlo.

Los campesinos del lugar, cuando levantaban sus cosechas elegían las mejores frutas y verduras para llevar hasta el portal de su casa, y tratar de congraciarse con él. Los dulces más exquisitos, en grandes vasijas, eran depositados a la entrada de su hogar. Y los pasteles más deliciosos, en enormes canastas, llegaban de regalo, porque  imaginaban que si se entretenía comiendo, de ninguna manera saldría por la comarca en busca de carne fresca.

Aunque jamás lo habían visto, todos los pobladores trataban de adularlo porque sentían un profundo temor. Y cada uno de ellos, cada día de sus vidas tenía algo horripilante para contar sobre él. Si a alguno se le perdía una oveja, era incapaz de salir a buscarla porque descontaba que era el ogro quien la había devorado. Si alguna vaca entraba a un campo vecino y comía todo el pasto que se le antojaba, nadie culpaba a la vaca, daban por cierto que el malvado ogro era quien lo había robado para hacerse una ensalada. Y antes de que la noche llegara, cada cual se metía en su casa para sentirse a salvo. La vida de esa gente transcurría entre sus tareas diarias y el temor al terrible enemigo.

Pero sucedió un día que llegó a la comarca un viajero de aspecto sorprendente. De pequeña estatura, con un larguísimo bigote que peinaba dándole varias vueltas hasta formarle rizos. De barriga prominente, y dotado de una cautivante conversación. La primera impresión que causó fue la de burla. Pero bastó que abriera la boca para que su poderosa voz despertara la curiosidad de todos los que lo escuchaban, “soy el conde Braulín de Badajoz  - dijo exultante -  y fui comisionado por mi dignísimo rey para conocer las necesidades de este pueblo”. Los presentes confiaron en que se trataba de un enviado del rey, alguien con un nombre tan pomposo sólo podía ser enviado por él.

El viajero se cuidó muy bien de no hablar más de lo conveniente. En la hostería del pueblo fue recibido como correspondía a un dignatario de su categoría. Le acondicionaron el mejor cuarto, y dispusieron para él una mesa llena de exquisitos manjares.

Esa noche comió hasta hartarse, y durmió plácido hasta el día siguiente en que cada  poblador fue acercándose a la hostería para contarle lo que le hacía falta. El viajero demostró todo el interés del que era capaz, mientras cada uno de los que llegaba ponía un presente a sus pies. Sus ojitos resbalaban presurosos sobre los obsequios, pensando en el momento en que partiría de allí llevándose tantas cosas.

Después de largas horas de recibir a la gente, ya cansado propuso:

- Como es poco el tiempo que me queda en este pueblo, les pediría que piensen en un deseo que beneficie a todos, porque pronto tendré que marcharme.

Entonces, un niño que estaba en la reunión pidió que los liberaran del ogro. El hombrecito se puso serio, apoyo su espalda contra la silla, levantó la mirada y dijo:

- Un ogro, ¿verdad? Me están hablando de un terrible ogro… ¿Acaso un horripilante ogro, que asola la comarca y los llena de pavor, y no los deja descansar ni de día ni de noche, verdad? ¿Me están hablando ustedes del peor de los ogros? ¿Ese que no deja nunca de atormentarlos y no hace más que llenarlos de miedo?

- El mismo  - dijo el niño -  El mismísimo ogro que usted menciona, mi señor.

El conde Braulín de Badajoz se acarició un poco el bigote, carraspeó un poquito, y pidió unos minutos para pensar. Miró todos los regalos que le habían traído y se preguntó cómo haría para llevárselos. Después de largos, larguísimos minutos tuvo una idea:

-Tendrán que ayudarme a cargar estos obsequios en una carreta. Pasaré por la casa del terrible ogro a llevárselos, y a pedirle de buenas formas que deje ya de asolar esta comarca de gente honrada.

Los presentes se miraron consternados, “¡qué bueno es!” exclamaron a coro. Ese pequeño gran hombre era capaz de tanto desprendimiento y tanta entereza. En  verdad que no salían de su asombro.

Presurosos ayudaron al valiente hombrecito a cargar tantos regalos y tanta comida, ya que todas las señoras del pueblo se esmeraron cada una en una exquisitez diferente, para tan noble señor.

Al mediodía la carreta estaba lista. Y sujeto a las riendas del caballo, nuestro héroe. El valiente benefactor preguntó dónde estaba la casa del ogro, y hacía allí partió en medio del agradecimiento de todos los pobladores que se abrazaban unos con otros y saludaban al viajero. Uno de los más valientes lo acompañó un trecho y lo vio perderse dentro de las tierras del temido. Pero como jamás nadie lo vio salir, supusieron que el valeroso hombrecito sirvió de almuerzo para el desalmado ser. Por supuesto que esto ayudó a acrecentar más la fama del enemigo.

Los años pasaron. Los pobladores siguieron con sus miedos, y todas las desgracias que ocurrían en el pueblo tenían un solo causante. Ya sabemos quién.

Pero una tarde en que aquel pequeñito de la hostería, ya grande, pasaba muy cerca de las tierras del ogro para llevarle los acostumbrados regalos, creyó ver una figura conocida. Cual no fue su sorpresa al ver a Don  Braulín cómodamente sentado en un confortable sillón atragantándose con pasteles y dulces. Y bebiendo los exquisitos vinos que los pobladores dejaban para congraciarse con el ogro.

Sin pensarlo se acercó a la casa. Cuando Don Braulín se vió sorprendido ejercitó una recia voz para asustar al intruso, “soy el terrible habitante de estas tierras y nada me agrada más que la carne fresca” dijo. Pero el valeroso joven, al instante entendió la vieja treta. El malévolo ogro nunca existió. Ese pequeño hombrecito se había burlado durante años de todo un pueblo.

Al verse descubierto, Don Braulín  entendió que nada podía hacer para sostener su mentira. Hizo pasar al joven. Le sirvió una copa de vino, y se dispuso a contar su larga historia.

El hombrecito comenzó diciendo que alguna vez él también vivió en una comarca vecina, y era objeto de todas las burlas por su escasa estatura y su poderosa voz. Y que un día cansado de tanta mofa tanto desprecio, se internó en las tierras del ogro con la intención de que el destino decidiera por él. Fue así como supo que el temido ser no existía. Que la mentira era mantenida por el propio temor de los pobladores. Y que él no hizo más que aprovecharse de eso para burlarse a la vez y recibir los buenos obsequios que le traían.

Contó además, que el día que se presentó como el enviado del rey, iba decidido a decir la verdad, pero que la sorna de algunos hizo renacer los viejos sentimientos y no dijo nada porque sintió rabia por esos tontos. Capaces de burlarse de él, por su estatura, sin darse cuenta que ellos eran unos pequeños hombres por sus temores. Y que a la vez pensó que no estaría mal unos cuantos años más de miedo. Porque así lo pasaba muy bien; recibiendo los mejores productos de las cosechas, los mejores pasteles y los mejores vinos. Y que si nadie era tan valiente de descubrir la verdad, él no tenía la culpa.

El valiente visitante y Don Braulín acordaron que, poco a poco empezarían a desmentir esa vieja historia, porque no era posible vivir con tanto miedo. Y así ocurrió. La mentira de a poco  fue descubierta, y nunca más, ninguno se atrevió a burlarse del pequeño hombrecito. Porque reconocían que lo que no tenía de altura, lo tenía de astuto. Que nadie tiene menor valor por ser diferente a la mayoría. Y que el temer tanto a lo desconocido por no tener la valentía de enfrentarlo, podía también ser motivo de burla.
Aunque Don Braulín nunca pagó del mismo modo las ofensas recibidas.

El sagaz hombrecito vivió feliz en la comarca junto a sus vecinos, y fue tratado siempre con mucho respeto. El mismo respeto que tiempo atrás despertara el ogro. Aunque mejor todavía, porque lo sentían por afecto y no por miedo.

Y colorado colorín, todos vivieron felices sin ogro y con Don Braulín.

Beatriz Fernández Vila

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